P Miguel Á. Aguilar Manríquez, MJ

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Francisco toma la imagen del título de una novela escrita por un periodista polaco, La sombra del Padre.[1] La imagen es sugerente y ha sido muy recurrente para hablar de san José, en su relación con el Padre Celestial. La utiliza también Leonardo Boff, quien en el subtítulo de su libro, en el edición española, señala un problema social puesto también de relieve por el Papa en PC: padre de Jesús en una sociedad sin padre.[2]

El problema de fondo es la crisis de la figura paterna circunscrita a su vez en la crisis de la configuración de lo masculino, en general.

La masculinidad se construye relacionalmente. Se define y redefine en relación a un contexto y los varones la reciben en un proceso no consciente. De esta manera, la virilidad no es consecuencia de la genitalidad sino un conjunto de definiciones culturales e históricas, todas ellas construidas por las estructuras sociales y, por lo tanto, cambiantes (Oliffe et al., 2013; Pelias, 2007; Hensley, 2011). La masculinidad, por ende, no se gesta en la biología del varón y “sube a la conciencia”, sino que significa cosas diferentes según cada época (Kimmel, 1987).[3]

La Iglesia en general, y san José en particular, tienen mucho que ofrecer en la construcción de nuevas identidades masculinas y paternas en la lógica de amistad social, de la fraternidad universal del Reinado de Dios. Y en el plano creyente, espiritual, todo varón que sea papá tiene el mismo desafío que san José: ser rostro, nombre y corazón del amor de Dios para con sus propios hijos; tiene que ayudar a concebir, engendrar y madurar hijos para el Reino.

No es una tarea sencilla. Francisco escribe: “La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo.” En el evangelio, el don de uno mismo es la lógica de Dios, desde la encarnación, como don de amor del Padre a sus hijos, pasando por su sacramentalización en la Eucaristía, y culminando en su entrega confiada y definitiva en la cruz (cf. Jn 3,16; 6,51; 10,18; 19,30).

Sobre sí decía Pedro Casaldáliga:

Las causas que defiendo son más importantes que la propia muerte que me pueda llegar. Siempre he pensado que sería una muerte digna, y una muerte así honra toda una vida. Es lo que decía en un poema el premio Nobel Octavio Paz: “Su muerte es un monumento de sí mismo.” […] Yo soy yo y mis causas, y mi causas valen más que mi vida.[4]

¿Quién duda que las causas de un padre son sus hijos? En la lógica del Dios del Reino, por imperfecto que sea un padre, sus hijos valdrán más que su vida. Se necesita que el corazón esté enteramente corrompido, podrido por los imperios del mundo, para preferir, como Herodes, el poder a los hijos.

No obstante, el Papa es muy cuidadoso al señalar que el ejercicio de la paternidad no se debe reducir o confundir con el asistencialismo, sino que debe implicar llegar hacerse

“inútil”; es decir, lograr que el hijo alcance su propia autonomía y camine solo por la vida. Y advierte: “Siempre que nos encontremos en la condición de ejercer la paternidad, debemos recordar que nunca es un ejercicio de posesión, sino un “signo” que nos evoca una paternidad superior,” la del Dios del Reino, nuestro Padre.

La última escena en que José aparece en los evangelios es el relato de Lucas 2,41-52, el pasaje de Jesús en el Templo de Jerusalén, a los doce años. El pre-adulto[5] Jesús toma la decisión de permanecer en el Templo, la última vez que subió a Jerusalén como menor con sus padres para la Pascua. Ellos regresaron a casa, pero Jesús se quedó. Cuando María y José se dieron cuenta que Jesús no hacía con ellos el viaje de regreso, volvieron a Jerusalén; hallaron a Jesús dialogando con los maestros del Templo. María es quien hace uso de la Padre. Pero entre el padre y el hijo solo hubo silencio, un respetuoso silencio a la autonomía y a la madurez del hijo que puede discernir la voluntad del Padre; que está listo para entrar al mundo de los adultos; para salir al mundo de la vida; para dejar Nazaret, su familia de origen, y entregarse a la tarea de formar la única de familia de los hijos de Dios, en la curación de los heridos y los enfermos, en la liberación de los oprimidos, en la inclusión de los marginados, en la mesa compartida fraternamente con alegría y esperanza.[6].

[1] Dobraczynski, Jan, La sombra del Padre. Historia de José de Nazaret (20ª ed.), Arcaduz Palabra, Madrid 2015. [2] Boff, Leonardo, San José. Padre de Jesús en una sociedad sin padre. Sal Terrae, Santander 2013. Su contenido es el mismo que el de la edición mexicana de Dabar. [3] Martínez, Alejandra, La crisis del héroe: una autoetnografía sobre la pérdida de la masculinidad hegemónica. Aposta. Revista de ciencias sociales, No 80, Enero, Febrero y Marzo de 2019, Córdoba, Argentina, 101. [4] Escribano, Francesc, Descalzo sobre la tierra roja. Vida del obispo Pere Casaldàliga, Ediciones Península, Barcelona 2014, pos. 1789 y 2614, ed. kindle. [5] En aquel tiempo, la mayoría de edad se alcanzaba a los trece años. [6] El amor cristiano, enseñaba Bárbara Andrade en sus clases, se describe en cuatro verbos: curar, perdonar, incluir y compartir.